A principios de 2022, un médico español de 78 años lanzó una campaña llamada “Soy mayor, no idiota”. La campaña protestaba contra los bancos por reducir asistencia presencial en sus oficinas, y dirigir a los clientes hacia soluciones automatizadas u online con las que los mayores a menudo se sentían menos cómodos o incluso impotentes. La campaña alcanzó cerca de 650.000 seguidores en change.org, ganó gran notoriedad en los medios españoles e incluso a nivel internacional (Financial Times, Euronews) y llevó al gobierno español a pedir a los bancos que revisaran sus estrategias y garantizaran un servicio adecuado e inclusivo especialmente hacia sus clientes mayores.
Esta campaña nos recuerda que cualquier entorno, y las personas que viven en él, no necesariamente evolucionan a la misma velocidad. En las últimas décadas la tecnología ha avanzado exponencialmente y, al hacerlo, ha impulsado cambios muy rápidos en muchos aspectos de la sociedad. Sin embargo, las personas no evolucionan a la misma velocidad que la tecnología. Como afirma este artículo de Harvard Business Review, “la potencia de cálculo tecnológica se ha multiplicado por más de un billón desde mediados de los años cincuenta, pero nuestros cerebros no han cambiado”. Como resultado, con el tiempo se amplía la brecha entre las capacidades de la tecnología y las de los seres humanos que deben utilizarla y beneficiarse de ella. Lo mismo se puede decir de lo que llamo "complejidad social". En una publicación anterior decía que, a mayor cantidad de interfaces e interacciones, mayor complejidad. Desde esa perspectiva, el mundo actual es mucho más complejo que el de hace unas décadas. Las relaciones comerciales, los medios de transporte, los medios de comunicación o las redes sociales han multiplicado las posibilidades de interactuar con nuestro entorno (de maneras distintas) y han creado nuevas necesidades, superficiales o no. Hemos vuelto nuestras vidas más complejas a base de ocuparlas y llenarlas de cosas, experiencias y estímulos, y no todas las personas se adaptan a esa mayor complejidad de la misma manera.
No diré que la complejidad sea buena; si acaso todo lo contrario. En realidad, es responsabilidad nuestra contribuir a reducir complejidad innecesaria, eliminando o simplificando interfaces, o haciendo que la tecnología sea más accesible, por ejemplo. De hecho la tecnología puede añadir complejidad pero también puede ayudar a reducirla. Piensa por ejemplo en un móvil o en un portátil: ambos son máquinas muy sofisticadas, pero tienen interfaces relativamente intuitivas que los hacen más fáciles de usar – simplemente haz la prueba dejando un móvil a cualquier niño de 3 años. Los dispositivos activados por voz, más extendidos hoy en día, también tienen como objetivo hacer que la tecnología sea más fácil de usar, eliminando barreras en la interacción entre humanos y máquinas.
Pero la entropía tiende a aumentar: a pesar de nuestros esfuerzos, es casi seguro que con el tiempo el entorno en el que vivimos se volverá más complejo. Por eso, es bueno e incluso necesario que nos esforcemos por evolucionar para que, a medida que avance el tiempo, estemos equipados para manejar un mayor grado de complejidad.
Aunque hasta ahora he hablado sobre todo de complejidad social o tecnológica, lo mismo se puede decir de un entorno profesional. Las empresas y los equipos evolucionan. A medida que crecen, probablemente se vuelvan más complejos. Y si crecen muy rápido, la complejidad también puede crecer rápidamente. Reorganizarse, mejorar procesos, y (de nuevo) introducir tecnología pueden ayudar a reducir la velocidad a la que aumenta la complejidad en el entorno profesional, pero en último término los individuos de una organización también tienen la responsabilidad de crecer no sólo para continuar desempeñando su función, sino para manejar un grado creciente de complejidad. Por tanto, es bueno comprender a qué velocidad evoluciona tu entorno profesional y evaluar con honestidad si estás evolucionando a un ritmo más rápido (enhorabuena, puede consigas un ascenso 😉), similar (está bien que hayas podido mantener el ritmo), o más lento (en cuyo caso corres el riesgo de quedarte atrás).
Medir tu velocidad respecto a la de tu entorno es también relevante para las empresas. Obviamente, si avanzas más lento que la competencia, tu negocio está en riesgo. Pero, de manera más general, también debes medir la velocidad a la que cambias respecto a otras partes como proveedores o clientes. Por ejemplo, si evolucionas a un ritmo drásticamente diferente al de tus proveedores (demasiado lento o demasiado rápido), existe el riesgo de que tus objetivos comerciales eventualmente no se alineen con los suyos, y, os volváis menos relevantes el uno para con el otro. ¿A quién le corresponde adaptarse al otro, y cómo ayudarse mutuamente a “ponerse al día” cuando uno de los dos se está quedando atrás? Depende del contexto específico. Lo mismo se podría decir de los una empresa y sus clientes: grandes productos han fracasado simplemente porque el momento en que se lanzaron no era el adecuado y la empresa había avanzado demasiado rápido (o demasiado lento) respecto a sus clientes.
¿Estás evolucionando a la misma velocidad que tu entorno? Y si te estás quedando atrás, ¿qué acciones debes tomar o qué habilidades debes desarrollar para reducir esa- brecha?