Estamos rodeados de sistemas e interactuamos con ellos a diario. Más aún, formamos parte de muchos sistemas diferentes: sociales, políticos, incluso familiares o empresariales.
Por ejemplo, el país en el que vives es un sistema en el que el gobierno, las empresas y los individuos (entre muchos otros actores) interactúan con el objetivo de construir una vida más próspera para la sociedad, a menudo con profundas diferencias de opinión sobre cómo alcanzar ese objetivo. El coche que conduces, o la bicicleta, autobús, o tren en el que viajas también son sistemas: una combinación compleja de piezas mecánicas, hardware y software, que juntos te llevan de un punto A a un punto B. La organización en la que trabajas es otro sistema, en el que unos equipos colaboran con otros para ofrecer un producto o un servicio y, en el caso de empresas (con ánimo de lucro), ganar dinero para los accionistas.
Mi definición de sistema es una colección de partes de un nivel menor de complejidad que interactúan entre sí para lograr un objetivo o generar un resultado. Fíjate que no estoy hablando de “partes elementales”, sino de “partes de un nivel menor de complejidad”. Esto es porque un sistema puede estar formado por varios subsistemas, cada uno de los cuales sigue siendo complejo pero un poco menos. Estos subsistemas, a su vez, pueden estar formados por varios sub-subsistemas, y así sucesivamente. Las partes elementales, las imaginemos como las imaginemos, pueden estar varios niveles más abajo en la jerarquía. Además, lograr un objetivo o generar un resultado también es un requisito previo para definir un sistema. El propósito, la intención del resultado, es lo que diferencia a un sistema de una mera colección de elementos que no interactúan entre sí o lo hacen de forma aleatoria. Por supuesto, hay sistemas disfuncionales que simplemente no logran cumplir su objetivo. Peor aún, hay sistemas disfuncionales que se vuelven inútiles porque, presas de su propia complejidad, gastan toda su energía simplemente en mantenerse en movimiento, es decir, en interactuar entre sí, pero olvidan su objetivo original.
Como ingeniero (aunque ya no ejerza como tal), tiendo a “pensar en sistemas”. Las organizaciones, los problemas, los procesos o las tareas, por citar algunos, a menudo pueden dividirse en partes más elementales a las que se añade un resultado. Después de varias iteraciones, un sistema complejo se puede reducir a partes que sean lo suficientemente simples como para manejarlas individualmente. Esto es lo que hacen, por ejemplo, los fabricantes de automóviles. Cuando quieren lanzar un nuevo modelo, las marcas no ponen a un solo equipo para diseñar y construir todo el automóvil a la vez, empezando por el parachoques delantero y terminando en las luces traseras. Como es razonable, parten el problema en pedazos: en términos MUY simplificados, un equipo será dueño del chasis, otro de la carrocería, otro del tren motor… y un equipo lo integra todo. Cada uno de estos complejos equipos está formado nuevamente por sub-equipos que se encargan de subsistemas separados: motor y caja de cambios dentro del tren motor; puertas, techo, capó en la carrocería, etc.
Desglosar un sistema en las partes elementales correctas es crucial para facilitar la ejecución y avanzar hacia el objetivo. Si hay superposición entre varias partes, habrá duplicidad en las responsabilidades. En el mejor de los casos, esto hará la toma de decisiones menos eficaz y ralentizará la ejecución. En el peor de los casos, esas partes actuarán de manera descoordinada o incluso unas contra otra, y paralizarán la capacidad de dar resultados. Y simétricamente, si hay espacios vacíos entre las partes del sistema habrá áreas de las que nadie será responsable, y por tanto no se hará nada. Incluso cuando el sistema está dividido en subsistemas separados y que encajan perfectamente, cada uno de ellos debe ser lo suficientemente autónomo en su funcionamiento como para alcanzar su propio objetivo. De lo contrario, el nivel de interdependencia entre las partes demandará un enorme esfuerzo de coordinación que absorberá recursos que tendrían que estar orientados a alcanzar el objetivo conjunto y principal.
Los sistemas pueden "morir" porque falle una parte fundamental (crítica) en su interior. Pero precisamente porque existe ese riesgo, las partes fundamentales suelen estar bien identificadas y protegidas. En el caso de sistemas creados por el hombre, los sistemas a menudo se protegen del fallo de una parte crítica mediante redundancias: si falla una parte crítica, hay otra que la sustituye inmediatamente y que permite que el sistema siga funcionando mientras se repara la parte que ha fallado. Los aviones comerciales, por ejemplo, que sistemas mecánicos complejos, suelen tener varios motores (redundancia) y aún pueden volar incluso si uno de los motores falla. Las líneas de producción a menudo tienen un cierto inventario de reserva que permite que funcionen y sigan entregando producto durante un tiempo, incluso cuando la línea se detiene por una parada no planificada. Incluso los gobiernos tienen sustitutos (vicepresidentes) en caso de que una de sus partes críticas (el presidente) se vuelva incapaz de desempeñar su función.
Las piezas no críticas normalmente no están protegidas mediante redundancias. Pero si el sistema se ha dividido adecuadamente en partes elementales, cada una de ellas tendrá un responsable bien definido, cuyo trabajo será analizar y solucionar de raíz los problemas que puedan surgir. Aunque el sistema puede volverse disfuncional o detenerse por algún tiempo, generalmente se dedicarán recursos a solucionar ese problema no crítico, y a restaurar el sistema a un estado funcional lo antes posible.
Por todo esto, en mi experiencia los fallos en un sistema no suelen venir de un fallo en una pieza individual. Más bien, los sistemas fallan por una mala interacción entre las partes. En otras palabras, la complejidad de los sistemas está en las interfaces. Los sistemas mecánicos a menudo dejan de funcionar porque el rozamiento (un tipo de interacción, al fin y al cabo) desgasta los componentes individuales. Aunque parezca que un componente se rompe por sí solo, en realidad suele ser por el resultado de fuerzas o tensiones causadas por otras partes del sistema. Los metales no se corroen por sí solos, sino debido a su interacción con el aire, el agua, otros metales u otras sustancias. En la naturaleza, las especies no se extinguen por sí solas, sino porque no logran adaptarse a un nuevo entorno, es decir, a nuevas interfaces. Las organizaciones se vuelven disfuncionales no porque un equipo no cumpa sus objetivos, sino porque los equipos no tienen claras sus responsabilidades o no pueden cooperar entre ellos o con los clientes.
Las interfaces son inevitables: no se pueden construir sistemas sin ellas. Si una parte de su sistema funciona en total aislamiento del resto, es probable que no contribuya al objetivo superior. Pero al mismo tiempo, las interfaces generan fricción y, por lo tanto, crean un riesgo de ineficiencia o incluso de fallo. La complejidad está en las interfaces: préstales atención e invierte tiempo en diseñarlas adecuadamente.