Siendo ingeniero de formación, no aprendí muchos conceptos financieros, ni aprendí a leer una cuenta de resultados o un balance, hasta un par de años antes de los 30. Hasta entonces, dos de los conceptos que más me habían intrigado eran el de activo y pasivo, y que me resultaban etimológicamente difíciles de entender.
Según las Normas Internacionales de Contabilidad (IFRS por sus siglas en inglés, de International Financial Reporting Standards), un activo es un recurso económico presente controlado por una entidad como resultado de eventos pasados. A su vez, un recurso económico es un derecho que tiene el potencial de producir beneficios económicos. Y un pasivo es una obligación presente de la entidad de transferir un recurso económico como resultado de eventos pasados. En un lenguaje mucho más sencillo, un activo es algo de valor que tienes, y un pasivo como algo que debes o una obligación que asumes para el futuro. Si le pidiera a cualquier persona algunos ejemplos de activos, además del dinero en efectivo, probablemente las respuestas más frecuentes serían una casa, un coche, joyas o incluso algunos productos más o menos caros como un televisor o un teléfono inteligente. De hecho, se puede extraer valor de todos ellos: puedes alquilar o vender la casa, o vender cualquiera de los otros artículos, y recuperar dinero en efectivo para utilizarlo en comprar cualquier otra cosa.
Lo que la definición de activo no capta suficientemente bien son las obligaciones que conlleva un activo: por ejemplo, el coste y el esfuerzo de mantener o incluso aumentar su valor. Para garantizar que una casa mantenga su valor, tendrás que hacerle un mantenimiento: pintarla cada varios años, arreglar las averías más o menos habituales de fontanería o electricidad, o cambiar o reparar los electrodomésticos cuando se estropeen. De lo contrario, ese valioso activo que creías tener se convierte en un montón de ladrillo poco atractivo y de menor valor. El mismo razonamiento se puede aplicar a un coche: un coche nuevo no sólo pierde un buen 20% de su valor en cuanto sale del concesionario, sino que tenerlo implica costes recurrentes de seguro, mantenimiento, reparaciones y combustible. Incluso cuando no usas el coche, es probable que aún tengas que dedicar un dinero notable a su mantenimiento y reparación (no dar uso a la mecánica es una manera excelente de estropearla).
Además de los costes económicos, existen costes personales y morales: tiempo, carga de trabajo, estrés u obligaciones impuestas. En los ejemplos anteriores, si eres propietario de una casa que requiere reparaciones frecuentes, además de su coste tendrás que sufrir el estrés de las reparaciones. Si tienes un coche caro, es probable que seas más reacio a dejarlo aparcado en cualquier sitio, por miedo a que el coche de al lado lo roce o arañe sin querer (o queriendo), y eso te enfade y estrese aún más.
En ese momento, los activos cruzan una imaginaria línea roja y se convierten en pasivos.
Los ejemplos anteriores son situaciones sencillas de la vida diaria, pero también existen ejemplos parecidos en el entorno empresarial. Imagina una empresa que crea un software para resolver un problema de un cliente. Después de hacerle todas las pruebas pertinentes, la empresa lanza ese producto que rápidamente se convierte en un éxito comercial (y financiero). Parece un activo, ¿verdad? Pero imaginemos que el mantenimiento del software es complicado, y difícil de integrarlo con otros productos nuevos que la empresa sigue lanzando. Desarrollarlo igual necesitó de 15 ingenieros durante 1 año, pero mantenerlo requiere otros cinco ingenieros cada año y, a medida que la empresa crece, la arquitectura del sistema es tan rígida que probablemente sea necesario rehacerla por completo 5 años más tarde. ¿Sigue siendo un activo? No: más bien parece una obligación, o como este artículo (en inglés) lo llama, deuda técnica: secciones de código, incluso sistemas completos, que debido a su (deficiente) diseño son difíciles de cambiar, dificultan significativamente la mejora y son terreno fértil para el fallo.
Lo mismo aplica a las decisiones de inversión pública. Una recomendación adoptada por el consejo de la OCDE el 12 de marzo de 2014 ya aconsejaba que “los costos de operación y mantenimiento a largo plazo deben evaluarse claramente desde las primeras etapas de la decisión de inversión”: un tirón de orejas para que las administraciones estimen el coste total de propiedad antes de decidir invertir en un activo. De no hacerlo, cualquier supuesto activo se convertirá rápidamente en un pasivo que no hará sino tragar dinero y recursos. Un ejemplo frecuentemente citado de un activo mal valorado es la organización de los Juegos Olímpicos. Es razonable pensar que cuando una ciudad decide postularse para ser sede de los Juegos Olímpicos, es porque sus autoridades la consideran un activo: un evento que tiene valor y generará beneficios a largo plazo. Y, sin embargo, los resultados económicos de organizar unos Juegos Olímpicos son bastante confusos. Por ejemplo, Montreal necesitó 30 años para pagar la deuda contraída por la organización de los juegos de 1976, y Sidney necesita 30 millones de dólares al año para mantener su estadio olímpico.
A menudo podemos confundirnos con algo que parece un activo, pero que en realidad es un enorme pasivo que se llevará una parte de nuestras finanzas, de nuestro tiempo, o de nuestra energía. Si acaso no la has visto ya, recomiendo encarecidamente la película de 2007 “El concursante” (actualmente disponible en Amazon Prime Video) que describe maravillosamente la historia de Martín, un hombre que se ve arrastrado a un descenso a los infiernos al ganar un gran premio valorado en tres millones de euros en un concurso de televisión. Noventa minutos de una historia que resume a la perfección como un activo se convierte en un pasivo, y que vale la pena recordar.